sábado, 14 de diciembre de 2013

Ecce homo

Hace poco más de un año saltaba a la luz el desternillante asunto del “ecce homo” de Borja. El asunto rápidamente alcanzó relevancia mundial y entre risas de la mayoría y la indignación de unos pocos, se catapultó a la fama a Cecilia, la octogenaria restauradora que en un arrebato de osadía y “buena voluntad” emprendió en solitario la restauración de una obra que un artista había regalado a la pared de una Iglesia rural hacía más de un siglo.

Durante días, los medios inundaron sus portadas con artículos, entrevistas y declaraciones de todo tipo que venían a resumir el asunto como un cómico incidente en el que una obra “de escaso valor artístico” había quedado totalmente destrozada por la bienaventurada abuelilla, a la que había que proteger del mediático revuelo que se había creado, pues estaba muy afectada por la situación y lo había hecho con la mejor de las intenciones y con el consentimiento tácito del párroco del lugar.

Más allá de la mofa, me llamó la atención que todo hijo de vecino era capaz de entender que la restauración de esa anciana resultaba aberrante. Era tan flagrante la diferencia entre el antes y el durante (no llegó a haber después, pues según declaró la restauradora, el trabajo quedó inconcluso) que hasta el más inepto insensible al arte era capaz de comprender que aquello era un deterioro, un atentado y un chiste que por grotesco merecía el perdón y licenciaba a cualquiera para la mofa fácil.

La diferencia entre lo válido y lo cutre parecía clara para toda la sociedad, y no escuché ni leí declaración alguna en defensa del trabajo de Cecilia, pero tampoco una puesta en valor de la obra que destrozó. Más bien al contrario. Que si escaso valor artístico. Que si el autor no era relevante. Afirmaciones todas que dejan al descubierto una falta de sensibilidad hacia el trabajo de un pintor, que si bien no resultó ser Velázquez, debería merecer un mayor respeto del que se le otorgó.

Esta falta de respeto hacia lo artístico y la ligereza con la que se tratan asuntos de este tipo, valorando el interés de una pieza desde la perspectiva económica y relativizando la importancia de todo aquel arte que no lleva marca, pone de relevancia un problema mayor: la diferencia entre lo digno y lo cutre no existe. Lo mismo da que Elías García (así se llamaba el autor original del Ecce homo) legase una pintura correcta y bien ejecutada, pues no era relevante para nadie y su pérdida no acarrea ningún perjuicio económico, sino más bien al contrario, su obra destruida capta mayor relevancia que cualquier otro trabajo que en su vida haya llegado a pintar.

Si damos el salto a la arquitectura, el panorama es mucho peor. Es mucho peor porque en general resulta más complicado entender la diferencia entre lo digno y lo grotesco, entre lo aceptable y lo cutre. Me atrevo a afirmar que muchas personas viven dentro de una arquitectura aún más grotesca que el Ecce homo de Borja, pero ni siquiera lo sospechan. Aún recuerdo mi primera (y única) visita a la Sagrada Familia en Barcelona. Era el viaje de octavo de EGB y al subir por ahí dentro, en las escaleras de una de las torres, me llamó la atención la cantidad de personas que habían firmado en las paredes, rascando la piedra hasta dejar su huella allí. ¿Alguien se imagina a los visitantes del Museo del Prado firmando en las Meninas mientras el vigilante está despistado? Impensable, ¿verdad?

El asunto no mejora cuando se trata de edificios modernos, más bien al contrario. Paseando por Madrid es fácil encontrar ejemplos de arquitectura muy notable, denigrada por la falta de mantenimiento y la nula sensibilidad de administraciones y particulares. Hace tiempo que se entiende la arquitectura como un objeto de consumo más y el valor de ésta queda reducido a la foto del día en que se inaugura, descuidando el legado artístico y cultural que pueda llegar a suponer en el futuro.

La explicación a este desdén hacia lo construido se encuentra en todos los ámbitos de la sociedad, pero especialmente en la tendencia educativa que llevamos años padeciendo, donde lo artístico queda relegado a la anécdota y donde sólo se valoran los conocimientos prácticos que puedan colocar a nuestros hijos más fácilmente en el mercado laboral.

La danza, la escultura y la arquitectura apenas existen en el sistema educativo obligatorio, la música y la pintura son un simple pasatiempo, siendo la literatura el único arte que alcanza un nivel de relevancia considerable en los institutos. Esta falta de afección por lo artístico a favor de lo productivo ligado a lo económico y laboral como únicos factores relevantes en la formación de una persona, representan una de las causas de esta desafección que termina con la asunción generalista de que cualquier expresión artística es un valor de difícil rentabilización económica y por lo tanto escaso valor social. El desconocimiento de los dirigentes políticos y su escasa sensibilidad artística les lleva a buscar en “lo nuevo” y en “las marcas” alguna garantía que les permita poner en valor piezas de arquitectura en base a su etiqueta, ante su incapacidad para el análisis crítico y su total falta de sensibilidad hacia la disciplina. Ellos son el reflejo de un problema que la sociedad española acarrea desde hace años y que la última reforma educativa pretende empeorar aún más, desplazando las enseñanzas artísticas al mínimo y eliminando su presencia en muchos cursos.

Al final, la lucha que muchos arquitectos estamos librando por la defensa de nuestra profesión y de la arquitectura, se convierte en una batalla épica por demostrar una función social y unas capacidades que la mayor parte de la sociedad no entiende. Se trata de una labor pedagógica tremenda que está aún por realizarse y en la que luchamos contra reloj para poner en valor una disciplina que como otras, corre el riesgo convertirse en una anécdota, un divertimento para cultos y para élites que se lo puedan permitir.

@Mr_Lombao

viernes, 13 de septiembre de 2013

Hablando en plata

A estas alturas de la película, a nadie se le escapa que la profesión de arquitecto en España está cambiando. La dureza de la crisis en el sector, acompañada de su persistencia en el tiempo invita a pensar en nuevas fórmulas para ejercer la profesión, abrir debates sinceros y repensar un modelo laboral desequilibrado e injusto que brindaba oportunidades a unos pocos, a costa de negárselas a otros muchos. El cambio de modelo parece ya un hecho imparable: la liberalización del sector de la arquitectura ha empujado a los profesionales hacia una espiral descendente donde sus honorarios caen por abismo sin fondo, y donde el más listo es el que menos come; hecho que unido a la enorme competencia, causada por la saturación de profesionales y la escasez de trabajos, empuja hacia la precariedad a un sector otrora boyante.

Si bien, todo lo mencionado resulta una obviedad para cualquier arquitecto que intente sobrevivir en estos tiempos difíciles, parece que el asunto económico sigue siendo una especie de tabú en el que en general, no nos gusta meternos, evitando siempre entrar en cifras concretas o en debates abiertos en este campo, pensando -quizás- que esto sería una charla de pobretones y desgraciados sin clase, muy lejos del nivel de un ARQUITECTO.

Y es que cuando uno visita (y lo hago con frecuencia) una de esas numerosas charlas informativas organizadas por el colegio de arquitectos para tratar temas de actualidad, nuevas oportunidades de negocio, o cambios en la legislación con posibles efectos estimulantes, no puede dejar de pensar en que muchos de mis compañeros (que dicho sea de paso, normalmente podrían ser mis padres) están imaginando su oportunidad para volver a encender los motores de sus apolillados estudios a través de una catarsis purificadora con origen en Decreto Ley, sin pensar en este cambio de modelo tan proclamado por los ángeles cantores, ni sentir especial interés por evolucionar a nuevas formas profesionales.

No quiero decir que este cambio de modelo excluya a nadie, ni que sea un recorrido imposible para arquitectos veteranos, pero cuestiono profundamente la voluntad de cambio de compañeros muy acostumbrados a un modelo que les dio éxito y dinero a partes iguales, y al que no tienen ningún motivo para renunciar en favor de una distribución laboral más justa, a no ser que no les quede otro remedio. Y es aquí -señores- donde hay que empezar a hablar en plata. Si tratamos el asunto con un enfoque netamente económico, encontramos que existen dos grandes grupos de arquitectos: los que tienen ahorros y los que no.

Normalmente los primeros son profesionales con bastantes años de profesión a sus espaldas, que han vivido los buenos tiempos y han sabido aprovecharlos. Sin embargo, pese a ser empresas altamente rentables en los tiempos de bonanza, mayoritariamente se han mostrado demasiado débiles a la hora de adaptarse a las nuevas circunstancias -y no es que quiera negar aquí la dureza de la crisis y el tremendo golpe que esto supuso para el sector- pero sí poner en evidencia que muchos de estos estudios carecían de perspectivas a más de dos años vista, confiando en un mantenimiento indefinido de su carga de trabajo, y sin mostrar voluntad alguna por explorar vías alternativas u otros campos de trabajo mientras la gallina siguiera poniendo huevos de oro.

Otros, fueron lo suficientemente inteligentes como para entender lo que se les venía encima, motivo por el cual se cuidaron muy mucho de crear un tejido laboral estable en torno a sus estudios, empujando a sus empleados hacia la precariedad bien pagada (al principio), no tan bien pagada (después) y no-pagada (ahora), convirtiendo sus estudios en una especie de centros de producción arquitectónica low cost donde todo el ajuste competitivo recae en el empleado, generando un desequilibrio en el sistema al competir desde la ilegalidad con otros compañeros que aún no han mudado sus estudios al nuevo régimen de república bananera adicta al software pirata.

Para terminar con este grupo de arquitectos aún pudientes, cabe destacar ésas pocas empresas que sí supieron adaptarse a tiempo, bien fuera atacando otros sectores, bien internacionalizando su actividad, o simplemente teniendo mucha suerte.

Vamos ahora con los pobretones. Vamos ahora con ese grupo (que yo consideraría mucho más numeroso) de arquitectos que no tienen un duro y que por ende se encuentran en una situación mucho más complicada. Podremos encontrar aquí un gran número de arquitectos arruinados. Muchos son profesionales que intentaron subirse a la cresta de la ola, pero el parón del sector les pilló con los pantalones bajados intentando depositar en el medio de la estepa (literalmente). Ahora encuentran gran dificultad para afrontar los pagos de sus cuotas de ASEMAS, pagar el colegio de sus hijos y terminar de pagar la hipoteca de su casa. Otros, simplemente trabajaban en estudios que quebraron y se vieron en la calle, normalmente sin ningún tipo de subsidio.
Finalmente encontramos a aquellos que nunca trabajaron o que apenas lo hicieron. Son carne de emigración y su única oportunidad consiste en haber aprendido un tercer idioma además del inglés, que les abra las puertas de un mercado laboral que aún no esté saturado por arquitectos españoles.

***

Por todo lo expuesto en los párrafos anteriores, se me ocurre que no todos los arquitectos somos iguales. Se me ocurre que hay dos ligas bien claras y se me ocurre que los organismos que deberían defender los intereses de todos los arquitectos, están en realidad buscando una salida para unos pocos, que casualmente suelen ser los mismos que forman las camarillas sectarias que los dirigen.

Me gustaría creer que gracias al miedo que proyecta la LSCP y a la lucha que vamos a tener que librar para no ver empeorar (aún más) nuestro sector, conseguiremos cierta unidad y fraternidad entre arquitectos; pero atendiendo a los desequilibrios que existen entre nosotros, parece más probable que todo reviente antes de fecundar y continuemos descendiendo en espiral por la taza del wáter hasta conseguir agarrarnos a cualquier resto que aparezca a nuestro paso.

Creo firmemente que para formar un frente común desde la arquitectura, primero habría que tomarse en serio las desigualdades internas de la profesión, para evitar que ningún arquitecto se vea arrastrado en un futuro a vivir en la precariedad, para garantizar un salario mínimo que se cumpla, para crear un marco legal que se adapte a la realidad de la profesión, pero también a la legalidad vigente y a los derechos básicos del trabajador. Y creo que si esta unidad no se consigue, el futuro de la arquitectura en España está abocado a ser un "sálvese quien pueda" mezclado con un "tonto el último", donde dependiendo de tu suerte y tus contactos podrás vivir, o no, de esta profesión que muchos consideran la segunda más antigua del mundo, y que visto lo visto, ciertamente comparte demasiadas cosas con la primera.

@Mr_Lombao


martes, 9 de julio de 2013

De Bolonia a la LSP

Hace pocos años (y cuando digo pocos, me refiero a menos de seis), un servidor todavía andaba los pasillos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, rematando los últimos flecos que aún colgaban en mi expediente y sucedió que, al igual que sucede ahora, una negra sombra se cernía sobre nuestra profesión. Contrariamente a lo que muchos estaréis pensando, no estoy hablando de famoso crack del ladrillo. Estoy hablando, en realidad, del llamado “plan Bolonia”.

Según este modelo, todas las titulaciones universitarias españolas, tendrían que converger hacia un nuevo estándar donde se eliminaban diplomaturas, licenciaturas, ingenierías, arquitecturas y toda la gran variedad de títulos españoles para sustituirlos por las nuevas categorías de grado y máster. Como siempre sucede con todo lo que viene de arriba, casi nadie se tomó un segundo en leer el famoso plan, y lo que se planteaba como una ambiciosa transición en favor de la transversalidad en la universidad y la convergencia universitaria europea, fue entendida como lo que finalmente fue: un cambio de nombre y poco más. No sin antes airear los complejos, miedos y ambiciones de cada título universitario que, unas veces por medrar y otras veces por no perder, escenificaron un curioso teatrillo del que fui espectador privilegiado.

Vaya por delante, que la transversalidad y la posibilidad de saltar de una titulación a otra me parece no sólo una buena idea, sino una necesidad dentro de un sistema universitario hermético como pocos y donde se producen paradojas tan extrañas como que el álgebra de primero sea, aparentemente, distinta entre titulaciones cercanas, lo que dificulta en extremo que un alumno pueda reorientar su vocación o convalidar materias que ya ha cursado en universidades distintas. Soy contrario a este sistema con el que a los 18 años un chaval debe ser lo suficientemente maduro y consecuente como para tomar una decisión que posiblemente le condicionará el resto de su vida, sin posibilidad de cambiar de rumbo en la universidad a no ser que esté dispuesto a volver a empezar prácticamente desde cero.

Esta transversalidad, bien entendida, permitiría la creación de perfiles especializados muy interesantes para el desarrollo de un país, para la mejora de la competitividad y para la creación de empresas especializadas en nuevos campos de la industria y los servicios. No se trata de regalar nada a nadie, ni de igualar titulaciones distintas para “ahorrar” horas de estudio, pero sí existen fórmulas que funcionan como son los cursos puente, o como podría ser un buen sistema de convalidaciones que permita el cambio de rumbo, sin tener que aventurarse a un proceso de meses o años viviendo en la incertidumbre por la decisión de una oscura comisión de convalidaciones. Sin embargo, en España se optó por mantener esa universidad parcial y estanca, donde a un arquitecto y a un ingeniero les separa no sólo una autovía de ocho carriles, sino también 6 años de formación específica imposible de convalidar.
Así cuando un ingeniero de caminos experto en grandes estructuras decida estudiar arquitectura para adquirir los conocimientos que le faltan y acceder a la habilitación profesional del arquitecto, tendrá que enfrentarse a un proceso de convalidación injusto e implacable, donde una coma de más o de menos en un temario, marcará la diferencia entre lo razonable y lo desproporcionado, obligando a estudiar cosas que ya se conocen o que por su cercanía podrían pasarse por alto.

Esta lucha desde las universidades por mantener los privilegios gremiales dentro del nuevo orden de Bolonia terminó bien para todos y aunque los arquitectos vivimos el susto de quedarnos casi en nada, fuimos capaces de pelear in extremis para no quedarnos en graduados en lo que, y a la vista de los acontecimientos recientes, habría sido un gran favor para los colectivos ingenieriles que intentan pescar en las aguas de la arquitectura. Y digo que fuimos capaces, porque yo reivindiqué nuestra categoría de máster como arquitectos, consciente de que defendía mi futuro, pero a la vez ayudaba a la vieja guardia a mantener sus privilegios tal cual, cosa que en realidad, no me hacía (ni me hace) ninguna gracia. Y señalo este punto porque casi siempre que se produce una situación de cambio, de alguna manera los grandes poderosos del sector son capaces de generar una tendencia favorable a sus intereses.

Con Bolonia podríamos habernos sentado con los ingenieros y hablar plácidamente de los puntos en común, de la transversalidad, de la forma de adquirir atribuciones profesionales… pero por aquel entonces, nadie quiso dar de lo suyo para recibir del otro algo. Todos negaron  y dieron la espalda a la posibilidad de cambio para preservar sus privilegios intactos. Tanto arquitectos como ingenieros de toda clase.
Ahora, pocos años después del fin de Bolonia, y tras una crisis que ya parece eterna, vuelven las ganas de cambio al panorama profesional español. Esta vez, aprovechando las “exigencias europeas” que alguno pareció leer en diagonal, intentan crear un buffet libre con café para todos y atribuciones profesionales otorgadas a posteriori, sin mediar estudios ni formación específica más allá de un vago “quien sepa correr que corra” para ponernos como locos a competir en un mundo ultraliberalizado entre arquitectos e ingenieros. Y uno se plantea: ¿por qué no hablamos francamente de formación? ¿por qué no intentamos buscar la manera de adaptarla para que exista ésa famosa transversalidad? ¿por qué no buscamos fórmulas docentes que nos permitan a todos ganar atribuciones y nuevos horizontes profesionales?

Es entonces cuando vuelve a mi memoria el proceso de Bolonia y pienso que no. Que ya quedó claro que todos contentos con el hermetismo y con las no-convalidaciones. Que lo mejor para todos es seguir siendo lo mismo siempre, con mis privilegios y mis limitaciones.
Pues bien. Esto es lo que hay, señores: las casas las hacen los arquitectos.

@Mr_Lombao

viernes, 7 de junio de 2013

La madre del arquitecto

Se ha hablado ya demasiado acerca de los sueños rotos de una generación de jóvenes bien formados. Se ha hablado demasiado de la decepción, del paro y del hastío de intentar avanzar contracorriente en un mundo que parece empecinado en retroceder. Se ha hablado demasiado del drama de la emigración, de esa generación perdida, de esos jóvenes que no tendrán hijos en España y que llevarán los nombres de Pepe y Paco hasta la Conchinchina y más allá para sorpresa de muchos, que aún piensan que la emigración es una broma, una especie de Erasmus 2.0.

Sin embargo, ensimismados como estamos en nosotros mismos y en nuestros problemas, hemos estado olvidando durante demasiado tiempo algo importante. Hemos estado olvidando a nuestras madres. Hemos dejado pasar el drama materno porque al fin y al cabo, es algo secundario. Ellas, ya veteranas, enfilando su jubilación o ya jubiladas son espectadoras de este drama. Son actrices de reparto destinadas a mirar, lamentar y pasar un pellizquín de vez en cuando para que sus hijos puedan seguir viviendo como si no hubiera pasado nada. Porque no nos engañemos: puede que los jóvenes estemos aún digiriendo la situación, pero nuestras madres, en general, están alucinando y disfrazan de falsa experiencia una fría pose que va desde la preocupación hasta la confianza sabiendo siempre, en el fondo de su corazón, que las cosas pintan feas. Muy feas.

Puede que sea mi espíritu de psicólogo frustrado, o puede que sea herencia de los libros de autoayuda que leí para superar primero de carrera, pero cuando pienso en nuestras madres, a menudo encuentro el mismo perfil: se trata de mujeres luchadoras, madres trabajadoras casi siempre, que han sabido inculcar en sus hijos la moral del trabajo y del esfuerzo como vía segura para alcanzar el éxito. Son madres con fortaleza capaces de empujar a sus hijos frente al desencanto, frente a los problemas y frente a la flaqueza de sus retoños, conscientes de que el futuro es sólo para los mejores. Conscientes de que el esfuerzo siempre tiene recompensa y confiadas en el camino que la sociedad brinda a los que sepan sobrellevar la carga y asumir la responsabilidad de pelear por superarse día a día.

Apuesto que ese discurso se ha oído de boca de nuestras madres de una u otra manera. Se trata de un discurso totalmente interiorizado y perfectamente trasladado por la sociedad, a través de nuestras madres, hasta nosotros: receptores finales del mensaje y futuros arquitectos bien avenidos. Se trata de un discurso que por potente y verosímil no pudo ser fingido en modo alguno, ni tampoco interpretado como cantinela motivadora sin más. No pudo ser una patraña. Nuestras madres no pudieron engañarnos así.

Llegados a este punto, lo que pienso es que nosotros, durante nuestra formación y desarrollo recibimos un mensaje equivocado. Un mensaje que nos invitaba a confiar plenamente en el sistema y en la “sociedad del bienestar”, porque los grandes logros ya los habían conseguido otros. Porque la lucha y las batallas ya se habían librado y nosotros estábamos aquí, en última instancia para disfrutar de “ese mundo”. Para vivir despreocupados de todo lo que no fuera trabajar y esforzarse para llegar a ser algo.

Sin embargo, y a la vista de los acontecimientos, ese mensaje no era una realidad. Se trataba más bien de un deseo colectivo alimentado por las ilusiones de una generación (la de nuestros padres) que sentía el progreso en sus propias vidas. Una generación satisfecha con lo que se había alcanzado y confiada en la tendencia alcista del nivel de vida. Una generación que transformó una España humilde y acomplejada en una potencia mundial capaz de chocar las cinco a los americanos en las Azores y pelear por su silla en el G-8.

Por eso me he sentado esta tarde a escribir. Para reconocer el esfuerzo y la buena voluntad de nuestras madres, pero también para decirles que estaban equivocadas. No disfrutaremos de “ese mundo” gratis. No nos regalarán los privilegios que creísteis asegurados. No vendrán señores con corbata a ofrecernos 45.000 euros al año, ni nos contratará la vecina para que construyamos su casa. O al menos no de momento.

Tendremos que usar vuestros consejos para llegar más lejos y ser más valientes. Para plantar cara a la injusticia y pelear por nuestros derechos ante quien intente arrebatárnoslos. Tendremos que emplear esa fuerza y esa constancia que nos inculcasteis para mancharnos las manos en el barro y conseguir salir adelante con todas nuestras ganas. Pero no será un regalo. No estará el futuro esperándonos para regalarnos caramelitos. Habrá que pelearlo. Y eso es algo con lo que vosotras no contabais.

@Mr_Lombao

lunes, 13 de mayo de 2013

Somos obreros

Comienzo con esta verdad como un puño, porque es necesario que la repitamos una y mil veces para que salgamos de una vez por todas de esa burbuja de clase. Nunca fuimos mayoritariamente clase media (ese fue uno de los engaños), y un título universitario no es ninguna garantía de ascenso social a clase media-alta.
Basta con leer unas líneas de Marx para darse cuenta de eso: proletario es aquel que carece de propiedades y medios de producción, por lo que, para subsistir, se ve obligado a vender su fuerza de trabajo. El proletario no determina las condiciones ni los ritmos de su trabajo, no dispone de rentas, el proletario vende su tiempo y su fuerza de trabajo (traduciendo: obedece a su jefe para pagar el alquiler o la hipoteca y sus gastos).
Que las condiciones laborales de los trabajadores hayan sido razonablemente buenas en los últimos años, no implica ningún ascenso de clase. Han usado esas mejoras de las condiciones laborales de los trabajadores para proletarizar a mayor número de personas. En nuestro país nos hemos cargado el pequeño comercio, las pequeñas y medianas explotaciones agrícolas y ganaderas, el artesanato… Y así, prácticamente todos, pasamos a tener un jefe, a cambio de una televisión plana y una hipoteca.

Los profesionales, que antaño sí fueron clase media (en parte porque quien estudiaba tenía rentas, en parte porque sus servicios profesionales se vendían caros al ser muy pocos), en nuestra generación se han proletarizado o, para ser más crudos, se han sub proletarizado.
En los últimos cinco años un arquitecto/ingeniero/técnico joven tenía y tiene peores condiciones laborales que cualquier obrero de fábrica contratado bajo convenio. Es más, el arquitecto/ingeniero/técnico joven ni siquiera tiene conciencia de clase y, por lo tanto, es un sujeto político más débil que el obrero de fábrica.

La crisis nos está poniendo en nuestro lugar: el lugar del vulnerable, el lugar del explotado, el lugar del que no posee las riendas de su vida. Desempleo, emigración, desahucios. Y sin embargo, y he aquí el auténtico milagro español, aún no ha habido un despertar de conciencia de clase.
Seguimos esperando año tras año, en sus predicciones económicas, la aparición de los ansiados brotes verdes que nos sitúen de nuevo en el próspero lugar en el que estábamos. Seguimos creyendo que somos clase media atravesando un mal bache porque nuestro televisor sigue ahí. Seguimos creyendo en la “realización vital” mediante un trabajo asalariado. En el esfuérzate y verás recompensa. Seguimos creyendo que nuestra precarización laboral como profesionales responde sólo a los primeros años de vida profesional y a las circunstancias de la crisis económica, y que esto pasará, que llegará de nuevo la “normalidad” y con ella, la posición social y económica que merecemos…

…pero no. La realidad, compañeros arquitectos precarizados, es ésta: somos obreros.

R.P.Mansilla

lunes, 29 de abril de 2013

El apasionante mundo de la arquitec(ouch!) edificación [#LSP dreams]

Una de las primeras sensaciones que un arquitecto tiene cuando encara su primer encargo profesional, es la de que lo único que el cliente valora de su trabajo es una firma. Un bonito estampado acompañado de un sello que le abre las puertas para hacer lo que realmente quiere: lo que le dé la gana; y donde tu papel pasa por ser ese peñazo aguafiestas que está ahí sólo para decir lo que no se puede hacer, siempre citando normativas absurdas y leyes poco claras.
Otra de las realidades que -hablando con otros compañeros- suele mostrarse en estos primeros encargos, es la del oportunista: personas que se acercan a ti en tu papel de novato, buscando obtener honorarios ridículos, legalizaciones ilegales, y otros encargos imposibles a precios de risa.

También es muy común encontrarte con clientes que no tienen ni idea de en qué consiste tu trabajo, y te confunden frecuentemente con otros profesionales del sector, con un miembro de una constructora, con un representante de la autoridad municipal y hasta con un comercial de telefonía, evidenciando que el papel del arquitecto en la sociedad es cada día más confuso y compite, con demasiada frecuencia, con otros profesionales de procedencia diversa.
Además, los que hemos pasado por la jungla madrileña, conocemos muy bien a esas empresas voraces que se apoderan de encargos a precios ridículos, reduciendo sus márgenes de beneficio al mínimo y sosteniendo su actividad gracias a un flujo continuo de encargos conseguidos a través de un ejército de comerciales más que agresivos, compinchados con administradores adictos a cobrarse piquitos a su costa y aportando siempre lo mínimo de lo mínimo en sus trabajos. Lo justo para pasar el trámite y cobrar.

Todo esto al margen de los cientos de miles de casos donde el cliente, directamente hace de su capa un sayo y ejecuta una reforma sin licencia, amplía una planta a su chalet sin proyecto alguno, o directamente edifica en terreno no urbanizable ante la atenta mirada de las autoridades municipales, que verbalmente y sin mucho disimulo, le han dicho que haga lo que le dé la gana, pero que por favor, recuerde votarles en las próximas elecciones.

Otra cosa muy divertida, son "esos extras" con los que los arquitectos cargamos a la hora de ejercer nuestra profesión. Hablo de cosas mucho menos divertidas que presentarse a concursos internacionales con dudosa finalidad social, ejecución aún más dudosa y nombre de pan europeo. Se trata de esos seguros con cláusulas ininteligibles, cuotas fijas, cuotas variables, primas, cuñados y abuelas. Esas colegiaciones que sientes en tu espalda cual acero toledano desgarrando tus entrañas, y esas cuotas de la seguridad social (o en su caso de la hermandad siniestra) que colaboran con entusiasmo en tu desangrado en estos tiempos de crisis. Todo ello aderezado con esa hermosa palabra llamada "responsabilidad" a la que si le añadimos el término "civil", nos transforma de inmediato en imbéciles autocanibalizadores de nosotros mismos, cuando cobramos proyectos de ejecución de chalé a 3000€ IVA incluido (verídico a tope).

Y es que, amigos, ser arquitecto ya no es lo que era. Bueno… o lo que nos contaron que era. Ya casi no se ven arquitectos con pipa, ni se sublima su palabra como máxima ley. Ya no se dibuja con tiralíneas, ni rascamos con cuchillas, ni contratamos delineantes, ni usamos papel de copia para envolver la carne. Ser arquitecto ya no mola tanto. Y sobre todo, en un mercado roto, hundido y sin encargos, cobramos poco. Bastante poco.

Por eso, llegados a este punto, te preguntas: ¿de verdad habrá algún ingeniero que esté dispuesto a pelear en esta guerra?, ¿de verdad habrá alguien dispuesto a mancharse en el barro por tres pesetas?, ¿de verdad, una persona en su sano juicio estaría dispuesta a pasar por lo que estamos pasando ahora mismo los arquitectos, para entrar a competir en un mercado donde no sólo estarán en inferioridad a nivel de formación, sino también de honorarios?

Es entonces cuando uno se rasca la cabeza y piensa que no. Que las cosas no se van a quedar así. Que el campo de batalla está lleno de muertos y es pestilente. Que después de la LSP, vendrán más cosas que tendrán que ayudar a algunos a entrar en esta batalla sin tantas trabas, sin tantas cuotas, sin tantos seguros y sin tanto lío. El futuro puede ser maravilloso si se prepara bien el terreno. Después de la tormenta, llegará la calma y esos 50.000 arquitectos trabajando desde sus estudios son un estorbo muy grande. Fragmentan el mercado y se hacen competencia unos a otros...

Algo más habrá que tocar, Mariano. Algo más.

@Mr_Lombao


miércoles, 20 de marzo de 2013

Contribuciones y derramas

Todos sabemos que hay crisis. Desde este blog vemos como nuestros mejores amigos emigran para buscar trabajo allende los Pirineos y el Atlántico, y sabemos que buena parte de la culpa la tiene este país avaricioso que pensó que construyendo un millón de viviendas al año se podría vivir indefinidamente a base de las compraventas consecutivas y sus beneficios apoyados en la tendencia (siempre) alcista de su precio.

Eso se fue al garete por razones que no vienen al caso y aquí estamos, en el Españistán postladrillero.

Rodeados de edificios semivacíos pero empapelados con certificados, garantías, seguros decenales, libros del edificio, inscripciones del registro, facturas de tasas y de honorarios. Los últimos, hasta con certificados de eficiencia energética.
Estas tartas tan bien decoradas se guardarán en la nevera registral y pasarán los años. Uno, tres, diez,... y treinta. Si no les pasa nunca nada, llegarán las revisiones y cada diez años el patólogo edificatorio con la titulación-que-prescriba-la-normativa-vigente se dará un paseo por la acera, el portal, la escalera, el sótano, el camarín del ascensor por dentro y los pisos que le dejen visitar y opinará doctamente sobre su estado y los dientes que les falten, hasta que sobrevenga la ruina en el año 3000.

O no.

Porque el Gobierno, en su ansia por reinflar la burbuja ladrillera y salvar el culo de los agentes edificatorios vampíricos en preconcurso de acreedores que quedan, ha creído conveniente extender el deber de conservar más allá de lo que Alonso Martínez pudo imaginar en su más alocada y opiácea reunión de desarrollo del Código Civil.
Nuestro querido Gobierno pretende aprobar una ley que, transformando la ITE en un Informe de Evaluación de Edificios, cuya redacción está prevista por técnicos y por unas inquietantes entidades, obligue a reformar los bloques de edificios existentes para adaptarlos a la legislación vigente en materia de accesibilidad, mediante actuaciones razonables que deberán sufragar los propietarios... y los arrendatarios de los inmuebles.
La Ley, indulgente y magnánima, limita este extraño deber de conservar a que el coste de las obras sea superior a la mitad del coste de reposición (abriendo la puerta al derribo del inmueble) o a que los propietarios no puedan pagar la reforma sin especificar cantidades en este caso, no vaya a ser que llaneando el umbral del portal nos crucemos con el de la pobreza.
Ni qué decir tiene que en la definición de infravivienda entran de canto todos los cascos históricos, los primeros ensanches y los barrios obreros levantados por la Administración por la vía del incumplimiento de las condiciones de seguridad y habitabilidad exigibles a la edificación. Lo que implica, de facto, aplicar retroactivamente el CTE, acto negado en la exposición de motivos, no previsto en el propio CTE y, como todo lo retroactivo que perjudica al ciudadano, repetidamente declarado inconstitucional (pero muy rentable mientras dura la fiesta).

La Ley permite a los ayuntamientos declarar sectores como áreas susceptibles de Regeneración Urbana, para obligar a los propietarios a reformar sus bloques de golpe con la contrata que salga de un concurso público -imparcial, por supuesto- después de redactar a su cargo el instrumento de ordenación y gestión urbanística que en su caso fuese preciso. El precio de la reforma deberá sufragarse por las comunidades de propietarios, aunque el ayuntamiento podrá aumentar la edificabilidad del sector para entregársela a la promotora como pago sin que medie la entrega de plusvalías, con la excusa de que se van a generar muy pocas.

El anteproyecto de ley puede consultarse aquí.

No está de más recordar que el Gobierno de España no puede legislar sobre materia urbanística. Es competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas. Puede ser que los chicos de Rajoy tengan ganas de revivir el cabaret urbanístico de 1997 o de provocárselo al que gobierne en 2017, en plan conmemorativo.
Pero lo que clama al cielo es que en un contexto de empobrecimiento generalizado de la población se pretenda obligar a la gente que posee viviendas que en su día fueron de renta limitada, y que ya no tienen deudas con nadie, a meterse en unas obras por las que seguramente deban endeudarse y que sólo interesan a ellos mismos. ¡Claro que les preocupa que su bloque no tenga ascensor! ¡Y que la casa pierda calor por todos los lados y se lo cobre la eléctrica a precio de oro todos los meses! Y si pueden, hacen las obras para arreglarlo. De hecho, muchos ayuntamientos vienen declarando desde hace años Áreas de Rehabilitación Integral, o aprobando Planes Especiales de Reforma Interior para mejorar los edificios con cargo a sus fondos, pero siempre desde un plano opcional y consensuado y teniendo muy en cuenta que no se le puede exigir a los propietarios unas condiciones no de conservación sino de tipología edificatoria salvo en caso de rehabilitación integral o ampliación, y únicamente hasta donde sea posible cumplirlas.

Sin embargo, esta Ley se puede convertir en el instrumento ideal para la declaración de ruina anticipada, el desalojo y el derribo de barrios enteros, con el correspondiente coste social (que a nadie importa), y la sustitución de los inmuebles por otros de igual renta, o si la cosa se ve interesante, por otros de renta superior. Y la gente que se fue, o paga un diferencial, o se queda a vivir en el piso de realojo situado en la cochinchina que le han dado, junto con una medalla por sus cincuenta años de fidelidad al Régimen de Propiedad Horizontal y a su Contribución Urbana.
Y puede que nuestros amigos exiliados vuelvan al calor del solar patrio, a cobrar los jugosos honorarios que se derivarán de estas intervenciones paternalistas y muy justificadas, y que resuciten Martinsa-Fadesa y Reyal Urbis y que Florentino Pérez construya cuatro torres más en Eurovegas, coronando los Juegos Olimpiquísimos de Madrid 2020. Puede incluso que tenga que huir de mi casa para evitar que una derrama gigantuosa me obligue a hipotecarme para vivir de alquiler. Pero cuando el país se harte del todo y liquide las injusticias sociales como Dios le dé a entender, no me dará ninguna pena lo que suceda.

Laruedaalada.

jueves, 7 de marzo de 2013

Pregúntale a Alfredo

Todo arquitecto que haya pasado por la ETSAM conoce a Alfredo. Puede que no recuerde su nombre o puede que nunca lo haya sabido, pero si le habláramos de un señor calvo y robusto que camina con un andar pesado y decidido por los pasillos de la escuela, seguramente sabría de quién se está hablando. Alfredo es una institución dentro de la escuela. Desde el alumno más novato al profesor más veterano saben que para conseguir cualquier cosa deben recurrir a él. Oficialmente pertenece a la unidad de coordinación de servicios y sus años de trabajo le han sembrado el forro polar de galones, por lo que cuando se pregunta a quién recurrir para organizar cualquier tinglado, la respuesta siempre es la misma: “pregúntale a Alfredo”

Mi relación con Alfredo nace de un modo casual en los pasillos de la ETSAM. Como para otros tantos, mis años de estudiante fueron largos y mi habilidad para perder el tiempo en la escuela fue reconocida por Alfredo, que con el correr de los años empezó a devolverme el saludo e incluso a entablar conversaciones esporádicamente acerca de temas de candente actualidad etsámica. Dado que Alfredo estaba ahí mucho antes que cualquier estudiante, sus opiniones siempre merecieron el mayor de mis respetos, pues había vivido varias veces situaciones similares. Me refiero a cambios en el plan de estudios, rencillas en los departamentos, protestas estudiantiles, huelgas y reivindicaciones diversas.

Por eso, cuando el martes pasado conseguí aparcar en la Avenida Juan de Herrera y vi a Alfredo oteando entre los coches, esperando a alguien, no pude evitar preguntarle por la difícil situación que vive la escuela. Para aquellos que no lo sepan, la UPM, asfixiada por la falta de financiación, pretende  la amortización de 301 plazas de personal funcionario y laboral de administración y servicios, además de importantísimas rebajas salariales, como la que afectará a los profesores asociados.
La respuesta de Alfredo fue rápida y clara. Su semblante, normalmente optimista y campechano, era esta vez preocupado y triste. “Se veía venir” dijo, para añadir después: “pero no tan rápido”.

Más claro agua. Si me permito el lujo de comentar esta opinión públicamente, es porque me parece que refleja perfectamente la estupefacción que vivimos. La sorpresa ante situaciones que esperábamos. Una paradoja que no por absurda, deja de ser real: por un lado, era claro que si las universidades convocaban plazas de personal no fijo, era porque en algún momento pretendían prescindir de él. Mientras tanto, todos actuamos como cómplices y espectadores de una situación que apuntaba a la precariedad desde hacía años, pero que era admisible porque al menos solucionaba los problemas inmediatos y generaba oportunidades (precarias) para aquellos que accedían a estos puestos.

Ahora han llegado los malos tiempos y nadie se salva. La UPM, que lleva cinco años demorando este drama sin enfrentarse a él y esperando “el milagro final”, se dedica ahora, amenazada por la bancarrota absoluta a recortar a machetazos, sin ton ni son, en aquellos lugares que la legislación laboral lo permite. Nada de husmear entre los departamentos para escudriñar por dónde se escapa la pasta. Nada de pedir cuentas a pseudoinvestigadores vetustos con plaza de catedrático. Nada de afrontar, sinceramente, una reforma estructural seria, atacando la gangrena y recortando en lo verdaderamente prescindible.
No. Nada de pensar, porque en la universidad española, lo único que interesa es que todo siga siempre igual. Hay que mantener los privilegios de unos pocos, sus castas, sus amiguismos, sus procesos de selección poco claros y sus mangoneos;  y si esto tiene que hacerse a costa de unos pocos, o de unos muchos, pues se hace.

Y es que a la hora de la verdad, todos muy corporativistas, todos muy solidarios, pero cuando un profesor asociado hacía el mismo trabajo que un titular por un salario infinitamente menor, aquí nadie se sorprendía, justificando estos desequilibrios mediante la esperanza de que algún día, a base de enchufismos y convocatorias de plazas, cuando menos sospechosas, todos los asociados acabarían entrando en la madre universidad, para vivir su vida de privilegios y alegría a costa de otros pringuis que luego vendrían.
Y así siempre, por los siglos de los siglos y exponencialmente, alimentando universidades que producen una cantidad de profesionales muy por encima de la demanda real de un mercado saturado desde hace más de quince años. Justificando estos desmanes con la esperanza de llegar algún día a ese puesto fijo. Un sistema opaco donde lo importante era meter cabeza, aguantar, y el tiempo traería la recompensa. Todos cómplices. Todos culpables. Todos tontos y todos a la calle. Bueno, todos no.

@Mr_Lombao

miércoles, 20 de febrero de 2013

Las aventuras de Pequeño Angui en Brasil #1

Primero que nada quería pedir disculpas a tod@s por no haberme podido despedir de la mejor manera posible. Cierto es que la organización de un viaje tan largo supone estar pendiente de mil cosas y a mi por desgracia se me complicó un poco más de la cuenta. Cosas que pasan pero nada que no tenga solución y por eso me disculpo si no me despedí en condiciones, pues es algo que sin duda me hubiera gustado hacer ya que realmente no se cuando volveré a ver a much@s de ustedes. Ojalá sea dentro de "mucho" tiempo. Eso sería señal de que todo me va muy bien.

En fin, los motivos por los que salí, o mejor dicho, emigré de España son sobradamente conocidos. Como leí hace algunas semanas en un artículo de un blog de un joven arquitecto como yo: "mi historia no es ni novedosa ni excepcional" simplemente soy uno de l@s miles de jóvenes formados  -académicamente hablando- que por desgracia no tenemos la oportunidad de desarrollar nuestros conocimientos allá en el lugar donde los adquirimos y nos vemos obligados a buscar alternativas. Tengo espíritu aventurero, como dijo la ignorante de la secretaria de Estado de Inmigración, sí, lo tengo desde el día que nací, por eso he estudiado en Madrid, en Chile, NY, viajado por Latinoamérica y parte de Europa.  Pero les puedo asegurar que ese no es el motivo por el que ahora con 29 años me veo obligado a buscarme la vida en otro país. El motivo es que la clase política ha conseguido que España sea el hazmerreír de gran parte de los países de este planeta llamado La Tierra, y como consecuencia de esto -nosotros "españoles"- unos ciudadanos de segunda que nos vemos obligados a mendigar un trabajo con nuestro título universitario bajo el brazo allá donde vamos. Han cambiado las formas, pero no el fondo de aquello que vivieron nuestros antepasados canarios en el primer cuarto del siglo XX (algo muy familiar para todo aquel que como yo sea de esas maravillosas islas que siempre llevará por bandera allí donde esté). Emigro para hacer de mi vida algo mejor, o al menos, intentarlo.

Bueno, escrita esta pseudocrítica político-social les cuento un poco como ha sido mi primera semana "Paulista". Llegué a Sao Paulo después de un viaje casi interminable. Partí de Gran Canaria rumbo Madrid. Para un día después volar tres horas rumbo a Frankfurt (Alemania y cuidad de la salchicha) y de ahí otras doce horas rumbo Sao Paulo. Como dije ahora mismo, nos consideran ciudadanos de segunda y prueba de ello es que en Alemania cuando se percataron de que en mi pasaporte ponía "ESPAÑA" me pidieron si tenía carta de invitación de ciudadan@ brasileñ@ o reserva de hotel por el periodo de estancia que me iba a quedar en el país. Por suerte, otra cosa no tendré, pero amig@s en este mundo much@s, y ya venía con mi carta de invitación firmada ante notario que me había enviado una amiga brasileña que se ofreció a hospedarme en su casa el tiempo que fuera necesario. Y este es el lugar desde donde ahora mismo les escribo. De no haberla tenido, mi aventura se hubiera terminado ahí.

Una vez pasé el control de pasaporte ya en Sao Paulo, salí del aeropuerto y me estaba esperando mi gran amigo mexicano Efrén, a quien conocí en mi año de estudios en Chile y con quien viví mil y una anécdota. Junto a él y su mujer Julia, una chica brasileña que no conocía pero que desde el primer día me ha tratado con mucho aprecio y cariño. Nada más salir del aeropuerto te das cuenta del contraste, de que eso no es a lo que estamos acostumbrados. Primero que nada la bofetada de la humedad es tremenda. Y ya según iba con el coche rumbo a su casa (los primeros 5 días me quedé con esta pareja) miras a los lados y piensas..."agüita donde me estoy metiendo". Así es señores, Sao Paulo es increíble. No es una ciudad bonita, cierto, pero no es lo que buscaba y realmente es lo que menos me importa. Venía dispuesto a encontrarme una gran metrópolis caótica y es lo que estoy descubriendo.

Independientemente de que sea bonita o fea, que es algo subjetivo que siempre nos tratan de inculcar al menos a los arquitectos, sí que es una ciudad alegre, llena de identidad. Donde lo mismo ves un chalet de lujo, que una chabola o un rascacielos y todo apenas en una cuadra (manzana). Del mismo modo, puedes cruzarte con un Porsche que con una carraca que difícilmente anda, o con un mendigo que malvive en la acera que con una emperifollado que va luciendo iPhone 5 mientras camina. Esto es Sao Paulo y esto es lo que yo quería. Ni que decir tiene lo buena que es la comida, ya sea japonesa (en esta ciudad está la colonia de japoneses más grande del mundo después de Japón) italiana o la propiamente brasileña. Tema a parte son los brasileños, sin duda las personas más acogedoras y hospitalarias que creo, me he cruzado en mi vida. Todo el mundo está dispuesto a recibirte en su casa, darte de comer, trata de conocerte y ayudarte en lo que pueda.

Esta semana ya hice mi primer trabajillo para los padres de Julia, ellos tienen una empresa de organización de eventos internacionales a gran escala y necesitaban hacer unos planos en autocad. Me preguntaron si yo sabía utilizarlo y si lo tenía instalado en mi ordenador y claro...si un arquitecto como yo responde que no a eso, apaga la luz y vámonos. Evidentemente les dije que sí y me pasé el jueves y viernes pasado currando todo el día en su oficina trazando líneas. Creo que mañana y pasado aún seguiré con lo mismo. No es el trabajo soñado, pero ya es un modo de ir metiendo "la patita" y si quedan satisfechos con el resultado todo se andará. La madre de Julia tiene muchos contactos y me comentó que quizás la próxima semana me concrete una cita con unos de los mejores arquitectos del país. No hay que hacerse ilusiones pero dicho está.

Otras anécdotas que contar de la ciudad o el país pueden ser algunas conocidas por tod@s. Que aquí el carnaval es otro "nivel"... doy fe. Que las gentes y sobre todo las chicas practican mucho deporte... doy fe. Que el fútbol es una religión...  doy más que fe. Respecto a este tema, hay que decir que hay que tener cuidado, pues todo el mundo lo primero que hace es preguntarte de que equipo eres, y según la respuesta verás si en la cara de quien formula la pregunta se dibuja una sonrisa o un gesto de enfado. En Sao Paulo los tres equipos principales son: Sao Paulo (clase alta), Corinthians (clase obrera) y Palmeiras (emigrantes italianos). Lo mejor de momento es abstenerse, pero creo que voy a ver en breve un partido del Corinthians y acabaré por decantarme por ellos. Cuando viva la experiencia ya les contaré. Y ya por último, que las mujeres son muy guapas... doy requetefe. Evidentemente siempre llevaré en mi corazón a mis canarias que nada tienen que envidiar a las féminas de esta ciudad. Pero claro, vivir anécdotas como esta que ahora cuento da muchos puntos. Ir a entrenar un día al gimnasio con mi amigo Efrén, que en la tv del gimnasio estén retransmitiendo el Real Madrid vs. Manchester United y que a tu lado esté "musculando" una brasileña que quita el hipo... pues claro, hace que uno sude más de la cuenta y los ojos se desvíen hacia donde no deben. 
Por much@s es sabido que el conseguir visado para quedarme en Brasil es casi una utopía, pues Brasil ahora mismo no tiene casi relación con España y nos es muy difícil obtener la visa. Así que ya les adelanto, que si una mujer de estas está dispuesta a casarse conmigo, vayan fletando un vuelo charter que hay boda a la vista.

Por último otra anécdota interesante, es el clima de la ciudad. Lo mismo llueve que parece que se va a acabar el mundo, que hace un sol de justicia. El miércoles si no recuerdo mal, vivimos unas inundaciones que ni  las personas de por aquí recuerdan. Los coches flotaban por las calles y se transformó todo en un caos.

En fin mi gente, no quería extenderme tanto pero es lo que tiene haber estado una semana sin escribir. Aparte de eso he conocido a mucha gente interesante y he vivido anécdotas divertidas pero no es plan de liarles más. Se que much@s me piden que saque fotos y es algo que me encantaría pues hay cosas más que d sobra para fotografiar. Pero es algo que aquí se antoja complicado, pues ir con una cámara reflex por la calle o mostrando un móvil de última generación es una "gringada" como dicen aquí y puedes ser carne de cañón para que te asalten casi con total seguridad. Es por esto que solo les adjunto 2 foto similares del skyline de la ciudad que he podido sacar. Una en un edificio donde celebramos un asadero y otra desde donde les escribo ahora mismo y la que será mi casa por un tiempo.

Adjuntados estos archivos y más feliz que Ricardito y a la espera de terminar este trabajo que les comenté, para luego ir pateándome -puerta por puerta- los estudios de arquitectura de la ciudad diciendo lo "simpático y buen arquitecto que soy" para ver si me dan una oportunidad de trabajo se despide de todos ustedes...

Pequeño Angui


PD. Puede que el objetivo principal de este viaje que no sea otro que conseguir trabajo y no lo consiga, pero por intentarlo que no quede. Hay quien se lamenta por tener que salir de España, yo por contra tengo que considerarme un privilegiado por poder hacerlo y seguir teniendo la oportunidad de conocer lugares y gente maravillosa que, de lo contrario, jamás podría conocer. Esto no se compra con dinero, esto no tiene precio. Solo se vive una vez y cada uno vive a su manera con el objetivo de algún día poder decir: "yo fui feliz y disfrute de mi vida".

Besos y abrazos



miércoles, 13 de febrero de 2013

Decepción infinita

No son pocas las veces, que charlando con los pocos compañeros que todavía me quedan en España, acabamos adentrándonos en el muy trillado tema de la corrupción, el mangoneo y la prevaricación masiva que aturde y asfixia este país. Se trata del argumento definitivo que muchas veces sirve como última vuelta de tuerca para emprender el viaje hacia nuevas tierras con la esperanza de encontrar oportunidades y quizás, un mundo más justo, o al menos no tan viciado.
Es entonces cuando un servidor, que hace ya algún tiempo decidió hacer de la resistencia estoica su forma de vida, intenta defender la idea de que los problemas que ahogan nuestra economía y que empañan la política española no vienen de serie con este país necesariamente, sino que su origen está en que las personas (en general) tienden a actuar de determinada manera bajo una circunstancia concreta. Obviamente, las fronteras funcionan como una barrera que limita ciertas situaciones a un país, pero la maldad, la avaricia y la corrupción, me parecen comportamientos que no llevan la marca España por defecto, sino que surgieron de una situación de gangrena colectiva donde muchos tuvieron la posibilidad de mostrar su lado más rastrero.

Supongo que para mis compañeros y amigos, alimentar la idea de que abandonando España estos problemas quedan atrás, supone un aliciente cocinado poco a poco en sus cabezas con los ingredientes que diariamente y desde hace unos cinco años, la prensa bombardea sobre nuestras cabezas. Sin embargo, cada día que pasa, dudo de un modo más profundo que la flaqueza moral entienda de fronteras y que esta crisis de valores, sea un producto made in Spain.
Para empezar, cuando nos comparamos con otros países dónde los niveles de corrupción son menores, siempre estamos dando por hecho que se trata de lugares donde las personas, por su educación, cultura y valores, tienen una tendencia menor a corromperse. Cabría la opción de pensar que en realidad, lo que escasea en estos países, son las oportunidades para corromperse, pero quizás sus ciudadanos (y políticos) en un entorno adecuado, accederían al soborno y la prevaricación con mayor intensidad que la demostrada por los españoles.

Muchas veces estamos obviando que el estado moderno español, es un invento de 1978, nacido tras una dictadura, varios intentos fallidos de repúblicas, más dictaduras y siglos de monarquía absolutista del más rancio abolengo. Comparamos el poder de nuestro estado con países que no sólo nos llevan una gran ventaja en años, sino también en sus estructuras de control, asumidas por todas las generaciones que pueblan esos lugares. Aquí en España, mi abuelo levantó un negocio pagando ínfimos impuestos. Para él  hablar del IVA era inimaginable y enfrentarse a la complejísima estructura fiscal del estado hubiera sido, sencillamente, imposible. Arraigar un estado poderoso es una labor complicada, lenta y muy laboriosa, y aquí en España no es sólo todo esto, sino que además cuenta con el handicap de pretender satisfacer las diversas voluntades nacionalistas y sus intereses normalmente divergentes, que hacen del estado central un organismo débil, querido por unos y despreciado por otros.
Si a todo esto le sumamos la tremenda inyección de dineros europeos que estuvieron alimentando nuestro crecimiento en infraestructuras y proyectos de diversa índole, además del mantenimiento del precio del dinero en unos niveles bajísimos con el fin de satisfacer las necesidades macroeconómicas de nuestros poderosos socios europeos, te queda un país inundado de billetes e inundado de políticos, cargos de libre designación, asesores, concursos a dedo y un sinfín de oportunidades donde tonto era el último que cogía un maletín y corría a Suiza para guardarlo.

Que nadie malinterprete mis palabras, pues no es mi intención justificar delitos ajenos, ni quitar hierro a una circunstancia verdaderamente dramática, vergonzosa y a todas luces escandalosa. Pero creo que limitar esta miseria a un país concreto es mucho más que ingenuo y aspirar a evitarlas en el extranjero, de lo más iluso.
Además, esta desesperanza en nuestra capacidad como sociedad para regenerarnos y superar situaciones adversas tiene unas consecuencias mucho más profundas que el impulso a la emigración de jóvenes hastiados. Genera un tremendo daño colateral en nuestros espíritus haciéndonos creer que nada puede ser cambiado. Que el mundo está podrido y que España está putrefacta. Es una desesperanza tan profunda que nos arrastra a la inacción. A la pasividad absoluta. A una indolencia creada a modo de costra por la que resbala todo y que nos protege de la indignación activa y de la rabia poderosa que sirve de motor de arranque para el cambio. Una pérdida de conciencia activa y colectiva que no nos podemos permitir, pero que a todas luces favorece la perpetuación de estructuras de poder injustas y garantiza los privilegios de gran parte de los culpables de la situación actual.

Es por ello muy necesario dejar de generalizar y autoinculparnos por delitos que nunca hemos cometido. Que cada palo que aguante su vela, y el que tenga algo de que avergonzarse, que se avergüence (y pase por chirona, a ser posible). Pero al resto, por favor, que nos dejen en paz.
Hablo de planteamientos como “en España la picaresca está bien vista”, “los países mediterráneos son así”, “aquí defraudar a Hacienda es lo normal” y un largo etcétera de generalizaciones que me dejan siempre bastante descolocado, porque cuando acto seguido preguntas: “¿pero entonces, en tu familia, no pagáis impuestos?” rápidamente recibes por respuesta que sí. Que sí los pagan. Pero que conocen a un mengano que tenía una empresa de cacatúas que hacía facturas en papel del culo y su hija estaba becada porque claro, no declaraba todo lo que ganaba y que no hay derecho y vaya jeta, etc, etc, etc…
Parece como si buscásemos constantemente al culpable de algo. Buscamos esa muestra que demuestre la tesis de que sí, somos unos corruptos y nos merecemos esto. Nos está bien empleado por haberlo permitido. Por mirar hacia otro lado. Todos cómplices y culpables.
Sinceramente, yo miro alrededor y veo gente muy responsable. También veo gente que intenta pagar los mínimos impuestos (raro sería que quisieran pagar de más…) y veo gente que hace malabares para poder ejercer su profesión o mantener abierto su negocio sin incurrir en la ilegalidad. Veo personas que luchan por ganarse las castañas sin robar a nadie. Y veo gente moviéndose por hacer cosas, por buscar soluciones y por ayudar a los que lo necesitan.

Por eso creo, que a la hora de emprender la huida sería más sano ser sincero con uno mismo y encontrar los motivos verdaderos que generalmente nos empujan a marcharnos: el trabajo. Unos porque no lo tienen, ni lo van a tener próximamente. Otros porque el que tienen dista mucho de satisfacer sus metas personales o sus planes vitales. Pero en cualquier caso se trata de eso y no parece necesario bombear más basura en forma de argumentos contra España y contra la moral de los que se quedan. Todos vemos las noticias. Todos sacamos conclusiones. Pero sobre todo, habría que plantearse que dentro de cinco, diez o veinte años, algunos quizás encuentren lo que buscan en España. Otros, posiblemente quieran volver a comer de este plato que hace unos años consideraban lleno de mierda. Y entonces habrá que preguntarse si es que se han probado la mierda foránea y no les gustó, o si es que esto ha mejorado y son unos oportunistas.
Ninguna respuesta es buena, así que desenterremos el hacha y luchemos juntos por salir de esta, ya sea desde España o desde el extranjero. Sobran agoreros y faltan activistas sinceros. Demasiados años de inacción para resolverlo todo en un instante. El camino será aún muy largo, pero en este recorrido tendremos que escoger entre ser espectadores una vez más o participar como actores implicados en nuestro futuro. De nosotros depende. De cada uno de nosotros.
@Mr_Lombao

martes, 15 de enero de 2013

Una reflexión más acerca de la #LSP

Desde que Vitruvio decidió establecer los tres principios básicos a los que la arquitectura debía atenerse ha llovido mucho. Tanto que quizás el papel del arquitecto, entendido como maestro director del proyecto y de la construcción de arquitectura esté, quizás, a punto de desaparecer.
Esos tres principios que Vitruvio dio en llamar utilitas, firmitas y venustas, han acompañado desde entonces el desarrollo de esta bella arte, tan noble por un lado, y tan denostada por otro. Ese equilibrio perfecto y teórico entre estos tres principios referidos a algo que se podría traducir como uso, firmeza y belleza, suponen un reto cotidiano al que la sociedad debe dar respuesta  a la hora de proyectar y construir edificios, o como se diría en el idioma de los tiempos: “producir arquitectura”. Casi nada, si tenemos en cuenta que para cumplir con las necesidades de uso para las que un edificio está destinado, garantizando su estabilidad y durabilidad en el tiempo además de un nivel adecuado de confort en su interior, y procurando esa belleza que todo edificio debiera poseer, es necesario formar a un profesional muy singular que se hace llamar arquitecto.
El arquitecto, en su papel de proyectista y director de obra es el profesional más ampliamente formado para dedicarse a esta labor, no sólo por poseer los conocimientos técnicos adecuados para dar solución a las labores que se derivan de ese firmitas, sino también por contar con una formación humanística que le permite entender las maneras de habitar del hombre y su forma de ver y entender  el mundo que le rodea, para así dar forma a la arquitectura cumpliendo con esos utilitas y venustas que antes mencionaba.
Sucede que los tiempos cambian y el papel del arquitecto se cuestiona. Lo que antes servía, ya no nos vale y la gran máquina de legislar decide tomar cartas en el asunto en favor de la libre competencia y la competitividad. Se pretende abrir el sector de la edificación a todos los profesionales que tengan algún conocimiento en esta materia. Sin exclusividad de nadie. Todos a edificar en igualdad de condiciones.

O quizás no.

Y me atrevo a dudarlo porque aunque algunos puedan pensar lo contrario, los arquitectos no somos iguales que los ingenieros. Nuestra formación comparte un sustrato común con las ingenierías en los primeros cursos, pero las asignaturas que se nos imparten a lo largo de la carrera, profundizan y especializan a un profesional preparado para construir arquitectura. Y no simplemente edificar, que es lo que quizás algunos piensan de nuestro trabajo.
Entro en este farragoso terreno donde el arquitecto intenta explicar que su oficio no es sólo dibujar unos planitos y echar dos números para dimensionar el armado del forjado, donde intentamos (siempre sin éxito) convencer al cliente de que nuestros diseños llevan consigo mucho trabajo y horas de reflexión, además de años de formación y conocimiento de una disciplina de la que todos creen saber demasiado y pocos respetan. Este terreno farragoso al que se ha llegado después de años de desprecio hacia todo lo que no es científico, matemático o tiene un origen claramente numérico. Porque, seamos francos, ¿cuántas veces se escuchó en el bachillerato que por letras iban los zoquetes?, ¿cuántas veces se ha despreciado el estudio de la lengua, la filosofía, el arte o la literatura porque no es algo productivo? ¿Por qué no fomenta el I+D?  Llevamos años avanzando hacia un mundo en el que todos teníamos que ser ingenieros, porque periodismo era una salida directa al INEM, y filosofía era un nido de fumetas sin ambición. Pues bien: ahora nos toca a nosotros.

Arquitectura, todavía bien considerada por nuestros padres, pasa por ser ésa ingeniería con “algo más”. Esa ingeniería “no tan ardua” y divertida, donde además de estudiar física y matemáticas, se hacen dibujitos y se va a exposiciones culturetas. Es una ingeniería para hacer casas. He aquí el problema: no hay quien explique a un ministro de economía, qué es lo que podemos aportar como profesionales que no pueda aportar un ingeniero, porque aunque les pusiéramos un plan de estudios delante de las narices, “todo eso” que nosotros dominamos y ellos no, aparentemente no tiene ningún valor. Y no lo tiene porque es difícilmente cuantificable. No se trata de cálculos ni de numeritos en tablas. Se trata de otra cosa que no voy a explicar hoy aquí, porque ya la cuentan en esas tropecientas escuelas de arquitectura durante 6 años a los aproximadamente 30.000 arquitectos que están en camino. Formándose para hacer arquitectura.
Supongo que en un país acostumbrado a vivir al ritmo de los tambores que tocan otros, las órdenes son órdenes y así se hacen cumplir. Siempre está muy a mano esa Europa que se supone garante internacional de unos elevados valores, incluso al mismísimo nivel de nobel de la paz, pero que cuando se trata de imponer medidas que favorezcan los intereses de grandes corporaciones parece funcionar como el más liberal lobby del otro lado del Atlántico. Porque al fin y al cabo se trata de eso. Se trata de acabar con el pequeño estudio de arquitectura, incapaz de competir con ésas megaempresas con acceso a financiación y capaces de soportar honorarios irrisorios para apoderarse de un mercado muy jugoso en tiempos de bonanza. Se trata de desplazar los intereses de un gran colectivo para favorecer a un puñado de grandes imperios de la construcción y la obra pública, donde podremos encontrar en nómina (oh! Sorpresa!!!) a  ingenieros.  Ingenieros que, gracias a esta modificación legislativa, serán un profesional mucho más versátil y deseable para su contratación que cualquier arquitecto.

Así que para terminar este artículo, lanzaría una idea a los navegantes y agentes negociadores de despacho y asamblea: Efectivamente, esto no se trata de ningún conflicto con ingenieros. De hecho, muchos de ellos están aún más estupefactos que nosotros preguntándose cómo va a ser eso de construir edificios. Si de mí dependiera, dejaría a todo ingeniero que así lo desee y esté formado para ello, participar como co-proyectista firmando proyectos de estructuras, instalaciones, telecomunicaciones o lo que sea. Peeeeero, de prescindir de nosotros nada. Todo lo contrario. Propongo jugar todos juntos en el patio para disfrutar de los futuros días soleados en equipo. Un equipo que se hace extensivo a ésas construcciones específicas vinculadas a su rama de actividad que hasta ahora podía firmar un ingeniero a solas. Vamos a entrar a revisar esos engendros que pueblan el medio rural gallego o la estepa castellana.  Porque en este asunto todos tenemos algo que decir, y a juzgar por los resultados, se está echando de menos la mano del arquitecto. Además, con 80.000 arquitectos pululando por esta piel de toro, se necesita una salida para aprovechar todo el potencial que podemos devolver a la sociedad. Una sociedad que ha invertido mucho dinero en formarnos, y que tal y como andan las cosas, se está desperdiciado al regalar profesionales altamente cualificados a países que no invirtieron un duro en ellos. ¿No se trata de economía? Pues así los números no cuadran.

Dejémonos de chorradas y apuntemos hacia donde nacen los conflictos, pues para encontrar la motivación de una ley cualquiera, normalmente basta con formular la pregunta: ¿a quién beneficia?
En la respuesta están el origen y los culpables de este cisco.

@Mr_Lombao

lunes, 14 de enero de 2013

¿Qué vale una vida?

Hace algunos años, durante nuestro paso por la escuela, leímos un artículo en el Croque (publicación a la que secretamente añoramos), donde se relativizaba abiertamente la importancia de la arquitectura y su papel central en la vida de los arquitectos, llamando a una reflexión, que en estos tiempos de crisis se hace necesaria.
Vivimos días de depresión, en los que tras pensar que en nuestro oficio nada podía marchar peor, la realidad -testaruda- vuelve para demostrarnos que sí, que el recorrido hacia los infiernos es largo y que siempre podremos descender un poquito más, adentrándonos en un nivel de desesperación hasta entonces desconocido y con una perspectiva cada día más oscura.
Por ello, creemos que puede resultar incluso saludable, levantar la cabeza, racionalizarlo y por un momento relativizar las cosas, para mirar el mundo con otra perspectiva, reflexionar fríamente y pensar en lo que verdaderamente deseamos para nuestro futuro. Desde la ingenua pero certera mirada de un estudiante de arquitectura, os invitamos a hacerlo:

Demasiadas veces renunciamos a otras cosas por la arquitectura, en general lo hacemos con la ligereza de quien se cree esclavo, carente de alternativas, hemos elegido esta carrera y es lo que nos toca porque no puede ser de otro modo… ¿no puede?
    Habrá quien juzgue esta crítica como una queja de algún vago, y seguramente resentido, que no vale para arquitecto y se queja porque no tiene tiempo para botellones, en fin… hay gente para todo, pero yo no creo que unas pocas fiestas sean lo único de lo que nos vemos privados.
    Durante cuatro meses dos veces al año el orden cósmico cambia y la vida se vuelve un sin sentido. La arquitectura se pone en el centro y nuestra vida comienza a girar, dejando de lado asignaturas “secundarias”, amigos de otras carreras, parejas incapaces de entender, padres preocupados por las ojeras… La vida se vuelve arquitectura y parece que todo el mundo, dentro de la escuela, se empeña en decirnos que eso es no sólo lo correcto sino también lo necesario para ser arquitectos.
    Se supone que nos preparan para lo peor, mas ¿no deberían enseñarnos a luchar por algo mejor? Debemos creernos que esto que vivimos ahora será nuestra vida en el futuro, en la que nunca se puede fallar a ninguna entrega, pero yo me pregunto ¿un arquitecto se presenta a todos los concursos y acepta todos los encargos? ¿Es peor para él no hacer una entrega porque juzga que el trabajo no está a la altura o entregar lo que tiene y caer en el desprestigio? ¿Por qué nadie nos enseña cuándo no hay que entregar? Si verdaderamente una vez eres arquitecto la vida no es así, ¿para qué hemos de pasar por este calvario?, y si lo es… ¿no es señal de que algo está funcionando mal?
    Muchas veces me entran dudas acerca de para quién existe la escuela de arquitectura. La teoría y el sentido común me llevarían a pensar que es para preparar a los estudiantes, para enseñarles y formarles no sólo como arquitectos sino también como personas. Igual lo segundo es idílico, es cosa de los padres… no lo sé, pero aún en lo primero veo que en muchas ocasiones la escuela se convierte en un templo a la arquitectura, encumbrada en un pedestal al que sólo puedes acceder mediante la renuncia.
    La arquitectura también tiene sus héroes; una vez vi una película sobre uno de ellos y tuve ganas de llorar. De indudable calidad como arquitecto, murió solo en el baño de una estación dejando atrás varias familias, unas reconocidas y otras no tanto. Ya en el final de la película se daba a entender que todo el amor que negó a algunas personas a lo largo de su vida realmente lo legó a otros a través de sus obras y queda claramente ejemplificado en un Parlamento, creo. Era su legado a todo un pueblo, que eso importara más que su familia es algo que estuve tentado a creerme hasta que caí en la cuenta de que no se trataba más que de un edificio y que lo verdaderamente importante allí eran las personas que en él desempeñaban la tarea por la que muchos otros murieron antes, esa gente era lo único importante allí y ya luchaban antes de que nadie les diera ningún símbolo. Tengo claro que se trata de un caso extremo, pero cuando comienzas a renunciar a ciertas cosas ¿qué te impide ir un paso más allá?
    Espero nunca deberle nada a la arquitectura, me sentiría muy triste si algún día tuviera que agradecerle algo a ella antes que a mi familia y a mis amigos. Me gustaría que la arquitectura fuese mi oficio pero de ningún modo mi vida, porque a fin de cuentas la arquitectura no es nada, no existe sin personas que se molesten en pensarla o vivirla, luego si sólo tengo arquitectura no tengo nada y si mi vida es ella debo estar muerto…
    Aun así le damos cada uno de nuestros alientos, horas de sueño y esfuerzos, y luego nos conformamos con recibir el beneplácito de un profesor ¿maestro o juez? Para que nos reafirme, necesitamos su aprobación y en muchos casos acabamos identificándonos con su respuesta. Todo el esfuerzo no vale nada si el juicio es negativo y aún nos sentimos culpables por ello. De su respuesta depende la justificación a ese esfuerzo y por extensión a mi vida.
    Está claro que hay mucha gente que saca adelante todo esto, y no considera en ningún momento renunciar a nada indispensable. Aceptas el modelo y te acoplas como puedes. Supongo que eso no está del todo mal, así llevas inscrita la garantía de que no vas a dar problemas allí donde te contratan poniendo en duda el funcionamiento de las cosas o con la ocurrencia de que no puedes hacer algo por motivos personales. Me gustaría saber si eso es lo que me espera antes de perder más vida en el camino, me gustaría creer que la crítica y la individualidad valen algo en todo este tinglado.
    Estuve mal y la arquitectura no me ayudó, ni me consoló, ni me abrazó… A la arquitectura no le importan los arquitectos, le da igual que trabajemos o no, si somos felices o buscamos la belleza. Puede que sea el momento en que le devolvamos parte de esa indiferencia y hagamos de nuestra vida algo más, para no encontrarnos solos o vacíos a la vuelta de la esquina.

Ikractoia. 2006.