Según este modelo, todas las titulaciones universitarias
españolas, tendrían que converger hacia un nuevo estándar donde se eliminaban
diplomaturas, licenciaturas, ingenierías, arquitecturas y toda la gran variedad
de títulos españoles para sustituirlos por las nuevas categorías de grado y
máster. Como siempre sucede con todo lo que viene de arriba, casi nadie se tomó
un segundo en leer el famoso plan, y lo que se planteaba como una ambiciosa
transición en favor de la transversalidad en la universidad y la convergencia
universitaria europea, fue entendida como lo que finalmente fue: un cambio de
nombre y poco más. No sin antes airear los complejos, miedos y ambiciones de
cada título universitario que, unas veces por medrar y otras veces por no
perder, escenificaron un curioso teatrillo del que fui espectador privilegiado.
Vaya por delante, que la transversalidad y la posibilidad de
saltar de una titulación a otra me parece no sólo una buena idea, sino una
necesidad dentro de un sistema universitario hermético como pocos y donde se
producen paradojas tan extrañas como que el álgebra de primero sea,
aparentemente, distinta entre titulaciones cercanas, lo que dificulta en
extremo que un alumno pueda reorientar su vocación o convalidar materias que ya
ha cursado en universidades distintas. Soy contrario a este sistema con el que
a los 18 años un chaval debe ser lo suficientemente maduro y consecuente como
para tomar una decisión que posiblemente le condicionará el resto de su vida,
sin posibilidad de cambiar de rumbo en la universidad a no ser que esté
dispuesto a volver a empezar prácticamente desde cero.
Esta transversalidad, bien entendida, permitiría la creación
de perfiles especializados muy interesantes para el desarrollo de un país, para
la mejora de la competitividad y para la creación de empresas especializadas en
nuevos campos de la industria y los servicios. No se trata de regalar nada a
nadie, ni de igualar titulaciones distintas para “ahorrar” horas de estudio,
pero sí existen fórmulas que funcionan como son los cursos puente, o como
podría ser un buen sistema de convalidaciones que permita el cambio de rumbo, sin
tener que aventurarse a un proceso de meses o años viviendo en la incertidumbre
por la decisión de una oscura comisión de convalidaciones. Sin embargo, en
España se optó por mantener esa universidad parcial y estanca, donde a un
arquitecto y a un ingeniero les separa no sólo una autovía de ocho carriles,
sino también 6 años de formación específica imposible de convalidar.
Así cuando un ingeniero de caminos experto en grandes
estructuras decida estudiar arquitectura para adquirir los conocimientos que le
faltan y acceder a la habilitación profesional del arquitecto, tendrá que
enfrentarse a un proceso de convalidación injusto e implacable, donde una coma
de más o de menos en un temario, marcará la diferencia entre lo razonable y lo
desproporcionado, obligando a estudiar cosas que ya se conocen o que por su
cercanía podrían pasarse por alto.
Esta lucha desde las universidades por mantener los privilegios
gremiales dentro del nuevo orden de Bolonia terminó bien para todos y aunque
los arquitectos vivimos el susto de quedarnos casi en nada, fuimos capaces de
pelear in extremis para no quedarnos
en graduados en lo que, y a la vista de los acontecimientos recientes, habría
sido un gran favor para los colectivos ingenieriles que intentan pescar en las
aguas de la arquitectura. Y digo que fuimos capaces, porque yo reivindiqué
nuestra categoría de máster como arquitectos, consciente de que defendía mi
futuro, pero a la vez ayudaba a la vieja guardia a mantener sus privilegios tal
cual, cosa que en realidad, no me hacía (ni me hace) ninguna gracia. Y señalo
este punto porque casi siempre que se produce una situación de cambio, de
alguna manera los grandes poderosos del sector son capaces de generar una
tendencia favorable a sus intereses.
Con Bolonia podríamos habernos sentado con los ingenieros y
hablar plácidamente de los puntos en común, de la transversalidad, de la forma
de adquirir atribuciones profesionales… pero por aquel entonces, nadie quiso
dar de lo suyo para recibir del otro algo. Todos negaron y dieron la espalda a la posibilidad de
cambio para preservar sus privilegios intactos. Tanto arquitectos como
ingenieros de toda clase.
Ahora, pocos años después del fin de Bolonia, y tras una
crisis que ya parece eterna, vuelven las ganas de cambio al panorama
profesional español. Esta vez, aprovechando las “exigencias europeas” que
alguno pareció leer en diagonal, intentan crear un buffet libre con café para todos y atribuciones profesionales
otorgadas a posteriori, sin mediar
estudios ni formación específica más allá de un vago “quien sepa correr que corra”
para ponernos como locos a competir en un mundo ultraliberalizado entre
arquitectos e ingenieros. Y uno se plantea: ¿por qué no hablamos francamente de
formación? ¿por qué no intentamos buscar la manera de adaptarla para que exista
ésa famosa transversalidad? ¿por qué no buscamos fórmulas docentes que nos
permitan a todos ganar atribuciones
y nuevos horizontes profesionales?
Es entonces cuando vuelve a mi memoria el proceso de Bolonia
y pienso que no. Que ya quedó claro que todos contentos con el hermetismo y con
las no-convalidaciones. Que lo mejor para todos es seguir siendo lo mismo
siempre, con mis privilegios y mis
limitaciones.
Pues bien. Esto es lo que hay, señores: las casas las hacen
los arquitectos.
@Mr_Lombao