martes, 9 de julio de 2013

De Bolonia a la LSP

Hace pocos años (y cuando digo pocos, me refiero a menos de seis), un servidor todavía andaba los pasillos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, rematando los últimos flecos que aún colgaban en mi expediente y sucedió que, al igual que sucede ahora, una negra sombra se cernía sobre nuestra profesión. Contrariamente a lo que muchos estaréis pensando, no estoy hablando de famoso crack del ladrillo. Estoy hablando, en realidad, del llamado “plan Bolonia”.

Según este modelo, todas las titulaciones universitarias españolas, tendrían que converger hacia un nuevo estándar donde se eliminaban diplomaturas, licenciaturas, ingenierías, arquitecturas y toda la gran variedad de títulos españoles para sustituirlos por las nuevas categorías de grado y máster. Como siempre sucede con todo lo que viene de arriba, casi nadie se tomó un segundo en leer el famoso plan, y lo que se planteaba como una ambiciosa transición en favor de la transversalidad en la universidad y la convergencia universitaria europea, fue entendida como lo que finalmente fue: un cambio de nombre y poco más. No sin antes airear los complejos, miedos y ambiciones de cada título universitario que, unas veces por medrar y otras veces por no perder, escenificaron un curioso teatrillo del que fui espectador privilegiado.

Vaya por delante, que la transversalidad y la posibilidad de saltar de una titulación a otra me parece no sólo una buena idea, sino una necesidad dentro de un sistema universitario hermético como pocos y donde se producen paradojas tan extrañas como que el álgebra de primero sea, aparentemente, distinta entre titulaciones cercanas, lo que dificulta en extremo que un alumno pueda reorientar su vocación o convalidar materias que ya ha cursado en universidades distintas. Soy contrario a este sistema con el que a los 18 años un chaval debe ser lo suficientemente maduro y consecuente como para tomar una decisión que posiblemente le condicionará el resto de su vida, sin posibilidad de cambiar de rumbo en la universidad a no ser que esté dispuesto a volver a empezar prácticamente desde cero.

Esta transversalidad, bien entendida, permitiría la creación de perfiles especializados muy interesantes para el desarrollo de un país, para la mejora de la competitividad y para la creación de empresas especializadas en nuevos campos de la industria y los servicios. No se trata de regalar nada a nadie, ni de igualar titulaciones distintas para “ahorrar” horas de estudio, pero sí existen fórmulas que funcionan como son los cursos puente, o como podría ser un buen sistema de convalidaciones que permita el cambio de rumbo, sin tener que aventurarse a un proceso de meses o años viviendo en la incertidumbre por la decisión de una oscura comisión de convalidaciones. Sin embargo, en España se optó por mantener esa universidad parcial y estanca, donde a un arquitecto y a un ingeniero les separa no sólo una autovía de ocho carriles, sino también 6 años de formación específica imposible de convalidar.
Así cuando un ingeniero de caminos experto en grandes estructuras decida estudiar arquitectura para adquirir los conocimientos que le faltan y acceder a la habilitación profesional del arquitecto, tendrá que enfrentarse a un proceso de convalidación injusto e implacable, donde una coma de más o de menos en un temario, marcará la diferencia entre lo razonable y lo desproporcionado, obligando a estudiar cosas que ya se conocen o que por su cercanía podrían pasarse por alto.

Esta lucha desde las universidades por mantener los privilegios gremiales dentro del nuevo orden de Bolonia terminó bien para todos y aunque los arquitectos vivimos el susto de quedarnos casi en nada, fuimos capaces de pelear in extremis para no quedarnos en graduados en lo que, y a la vista de los acontecimientos recientes, habría sido un gran favor para los colectivos ingenieriles que intentan pescar en las aguas de la arquitectura. Y digo que fuimos capaces, porque yo reivindiqué nuestra categoría de máster como arquitectos, consciente de que defendía mi futuro, pero a la vez ayudaba a la vieja guardia a mantener sus privilegios tal cual, cosa que en realidad, no me hacía (ni me hace) ninguna gracia. Y señalo este punto porque casi siempre que se produce una situación de cambio, de alguna manera los grandes poderosos del sector son capaces de generar una tendencia favorable a sus intereses.

Con Bolonia podríamos habernos sentado con los ingenieros y hablar plácidamente de los puntos en común, de la transversalidad, de la forma de adquirir atribuciones profesionales… pero por aquel entonces, nadie quiso dar de lo suyo para recibir del otro algo. Todos negaron  y dieron la espalda a la posibilidad de cambio para preservar sus privilegios intactos. Tanto arquitectos como ingenieros de toda clase.
Ahora, pocos años después del fin de Bolonia, y tras una crisis que ya parece eterna, vuelven las ganas de cambio al panorama profesional español. Esta vez, aprovechando las “exigencias europeas” que alguno pareció leer en diagonal, intentan crear un buffet libre con café para todos y atribuciones profesionales otorgadas a posteriori, sin mediar estudios ni formación específica más allá de un vago “quien sepa correr que corra” para ponernos como locos a competir en un mundo ultraliberalizado entre arquitectos e ingenieros. Y uno se plantea: ¿por qué no hablamos francamente de formación? ¿por qué no intentamos buscar la manera de adaptarla para que exista ésa famosa transversalidad? ¿por qué no buscamos fórmulas docentes que nos permitan a todos ganar atribuciones y nuevos horizontes profesionales?

Es entonces cuando vuelve a mi memoria el proceso de Bolonia y pienso que no. Que ya quedó claro que todos contentos con el hermetismo y con las no-convalidaciones. Que lo mejor para todos es seguir siendo lo mismo siempre, con mis privilegios y mis limitaciones.
Pues bien. Esto es lo que hay, señores: las casas las hacen los arquitectos.

@Mr_Lombao