sábado, 14 de diciembre de 2013

Ecce homo

Hace poco más de un año saltaba a la luz el desternillante asunto del “ecce homo” de Borja. El asunto rápidamente alcanzó relevancia mundial y entre risas de la mayoría y la indignación de unos pocos, se catapultó a la fama a Cecilia, la octogenaria restauradora que en un arrebato de osadía y “buena voluntad” emprendió en solitario la restauración de una obra que un artista había regalado a la pared de una Iglesia rural hacía más de un siglo.

Durante días, los medios inundaron sus portadas con artículos, entrevistas y declaraciones de todo tipo que venían a resumir el asunto como un cómico incidente en el que una obra “de escaso valor artístico” había quedado totalmente destrozada por la bienaventurada abuelilla, a la que había que proteger del mediático revuelo que se había creado, pues estaba muy afectada por la situación y lo había hecho con la mejor de las intenciones y con el consentimiento tácito del párroco del lugar.

Más allá de la mofa, me llamó la atención que todo hijo de vecino era capaz de entender que la restauración de esa anciana resultaba aberrante. Era tan flagrante la diferencia entre el antes y el durante (no llegó a haber después, pues según declaró la restauradora, el trabajo quedó inconcluso) que hasta el más inepto insensible al arte era capaz de comprender que aquello era un deterioro, un atentado y un chiste que por grotesco merecía el perdón y licenciaba a cualquiera para la mofa fácil.

La diferencia entre lo válido y lo cutre parecía clara para toda la sociedad, y no escuché ni leí declaración alguna en defensa del trabajo de Cecilia, pero tampoco una puesta en valor de la obra que destrozó. Más bien al contrario. Que si escaso valor artístico. Que si el autor no era relevante. Afirmaciones todas que dejan al descubierto una falta de sensibilidad hacia el trabajo de un pintor, que si bien no resultó ser Velázquez, debería merecer un mayor respeto del que se le otorgó.

Esta falta de respeto hacia lo artístico y la ligereza con la que se tratan asuntos de este tipo, valorando el interés de una pieza desde la perspectiva económica y relativizando la importancia de todo aquel arte que no lleva marca, pone de relevancia un problema mayor: la diferencia entre lo digno y lo cutre no existe. Lo mismo da que Elías García (así se llamaba el autor original del Ecce homo) legase una pintura correcta y bien ejecutada, pues no era relevante para nadie y su pérdida no acarrea ningún perjuicio económico, sino más bien al contrario, su obra destruida capta mayor relevancia que cualquier otro trabajo que en su vida haya llegado a pintar.

Si damos el salto a la arquitectura, el panorama es mucho peor. Es mucho peor porque en general resulta más complicado entender la diferencia entre lo digno y lo grotesco, entre lo aceptable y lo cutre. Me atrevo a afirmar que muchas personas viven dentro de una arquitectura aún más grotesca que el Ecce homo de Borja, pero ni siquiera lo sospechan. Aún recuerdo mi primera (y única) visita a la Sagrada Familia en Barcelona. Era el viaje de octavo de EGB y al subir por ahí dentro, en las escaleras de una de las torres, me llamó la atención la cantidad de personas que habían firmado en las paredes, rascando la piedra hasta dejar su huella allí. ¿Alguien se imagina a los visitantes del Museo del Prado firmando en las Meninas mientras el vigilante está despistado? Impensable, ¿verdad?

El asunto no mejora cuando se trata de edificios modernos, más bien al contrario. Paseando por Madrid es fácil encontrar ejemplos de arquitectura muy notable, denigrada por la falta de mantenimiento y la nula sensibilidad de administraciones y particulares. Hace tiempo que se entiende la arquitectura como un objeto de consumo más y el valor de ésta queda reducido a la foto del día en que se inaugura, descuidando el legado artístico y cultural que pueda llegar a suponer en el futuro.

La explicación a este desdén hacia lo construido se encuentra en todos los ámbitos de la sociedad, pero especialmente en la tendencia educativa que llevamos años padeciendo, donde lo artístico queda relegado a la anécdota y donde sólo se valoran los conocimientos prácticos que puedan colocar a nuestros hijos más fácilmente en el mercado laboral.

La danza, la escultura y la arquitectura apenas existen en el sistema educativo obligatorio, la música y la pintura son un simple pasatiempo, siendo la literatura el único arte que alcanza un nivel de relevancia considerable en los institutos. Esta falta de afección por lo artístico a favor de lo productivo ligado a lo económico y laboral como únicos factores relevantes en la formación de una persona, representan una de las causas de esta desafección que termina con la asunción generalista de que cualquier expresión artística es un valor de difícil rentabilización económica y por lo tanto escaso valor social. El desconocimiento de los dirigentes políticos y su escasa sensibilidad artística les lleva a buscar en “lo nuevo” y en “las marcas” alguna garantía que les permita poner en valor piezas de arquitectura en base a su etiqueta, ante su incapacidad para el análisis crítico y su total falta de sensibilidad hacia la disciplina. Ellos son el reflejo de un problema que la sociedad española acarrea desde hace años y que la última reforma educativa pretende empeorar aún más, desplazando las enseñanzas artísticas al mínimo y eliminando su presencia en muchos cursos.

Al final, la lucha que muchos arquitectos estamos librando por la defensa de nuestra profesión y de la arquitectura, se convierte en una batalla épica por demostrar una función social y unas capacidades que la mayor parte de la sociedad no entiende. Se trata de una labor pedagógica tremenda que está aún por realizarse y en la que luchamos contra reloj para poner en valor una disciplina que como otras, corre el riesgo convertirse en una anécdota, un divertimento para cultos y para élites que se lo puedan permitir.

@Mr_Lombao